El Escriba del barro Mediano, Lorenzo |
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Título: El Escriba del barro Autor: Mediano, Lorenzo ISBN: 9788425343087 Primera edición: 2010 Colección: Novela histórica Recomendado por: JuanDeLezo |
La furia de una sacerdotisa, el legado de un hombre, y unas frágiles tablillas de barro. Una fascinante reinterpretación del mito que originó la escritura. Año 3000 a.C. en Uruk, Sumeria. Dingir, antiguo escriba de palacio, ha caído en desgracia por una supuesta ofensa a la gran diosa del amor y la guerra. La pérfida sacerdotisa Sheleput considera que la injuria hacia su diosa aún no ha sido vengada. Dingir vive escondido junto a su esposa, ocultándose de los asesinos que le persiguen. Para dejar escrito el relato de su vida y los acontecimientos que han provocado su condena inventa un ingenioso código de signos, el primer sistema de escritura. Una inolvidable historia narrada en primera persona por el escriba y su esposa con los mejores ingredientes: amor, sexo, traición, poder, ambición, muerte. |
Como todos saben, los dioses necesitan sacrificios para vivir. Por eso crearon a los primeros seres humanos, amasándolos con arcilla e insuflándoles vida; y por eso son nuestros amos y nos destruyen si no les servimos adecuadamente.
Sí, incluso crearon a las tribus nómadas, que pastorean cabras y ovejas en el desierto y que, de vez en cuando, realizan incursiones en nuestras tierras para robar nuestras mujeres y nuestras riquezas, y huyen cobardemente tan pronto ven brillar las puntas de nuestras lanzas.
Los nómadas son los seres humanos más despreciables e ignorantes que existen. Tratan de copiar nuestras tradiciones y sólo consiguen risibles sombras deformadas. Por ejemplo, como no saben hablar bien el sumerio, creen que los dioses extrajeron a las mujeres de las costillas de los hombres. Es inútil que se les diga que, en sumerio, las palabras «costilla» y «alma» suenan igual, y que las mujeres son la mitad del alma de los hombres. No quieren creerlo, piensan que los dioses les han hablado —¡a ellos, despreciables nómadas!— cuando, como todos saben, las divinidades sólo se comunican con los sumerios, su pueblo preferido. O, tal vez, en su orgullo, los nómadas quieren enseñarnos a nosotros a hablar en sumerio. Aunque ahora, cuando presiento que mi vida se desliza a su fin, a veces se me despierta la sospecha de que no les interesa saber la verdad, pues para ellos las mujeres son una posesión que se compra y se vende, y no pueden aceptar que tengan la mitad de nuestra alma. Por eso, quizá, también odian a la diosa Innana, llamada Ishtar por nuestros vecinos del norte y Afrodita por algunos pueblos del misterioso Occidente.
Mientras los dioses se dedicaban a amasar los seres humanos en arcilla, unas cuantas divinidades se acaloraron y sintieron sed: bebieron cerveza en abundancia, se emborracharon y, entre risas, modelaron groseras figuras deformadas de sus creaciones: jorobados, tullidos, leprosos...
Al día siguiente, los otros dioses se enojaron cuando vieron la humanidad que habían creado sus compañeros, pero era demasiado tarde. Por eso conviven jóvenes hermosas con viejas desdentadas, guerreros fuertes con ancianos retorcidos, niños sonrientes con otros apenas capaces de sobrevivir.
Yo soy uno de los errores de los dioses. ¡Oh, no, no veréis ninguna señal en mi cuerpo que delate que soy un monstruo! Pero tal vez habría sido mejor para el mundo que yo hubiese sido contrahecho, feo y repulsivo.
Para saber por qué mis ojos lloran lágrimas más amargas que el mar del sur, debo explicar mi historia. Yo no traje la mentira al mundo, pero la perpetué; yo no hice arder la llama de la ambición en el vientre de los hombres, pero les di herramientas para extender la tiranía hasta más allá del horizonte; yo adoré siempre, a veces a mi pesar, a Innana, pero le arrebaté el poder; yo quise traer una nueva era de conocimiento, y soy odiado por los rapsodas que mantienen las tradiciones de nuestros antepasados.
Temo que me castigue la santa diosa Innana. La santidad de Innana, tan frecuentemente invocada en los himnos sagrados, no impide que sea también una diosa muy vengativa.
Pero antes de que su venganza me alcance, debo narrar mi historia: la mía, la de Dingir, no la del mundo. Iniciaré mi relato hablando de una pequeña grieta en una piedra, en un gran bloque de diorita que había sido transportado en una balsa hasta Uruk, desde las lejanas canteras del norte, donde pocos han estado.
Tal vez un mal espíritu salió por la grieta y me poseyó, aunque no lo creo. Había sido bendecida por la sacerdotisa de Innana. Es posible que el demonio estuviese escondido muy dentro, fuera del alcance de la diosa; o quizá la diosa no la bendijo con sinceridad, pues ella odiaba aquel bloque de piedra. No creo que fuese un mal espíritu, aunque esta misma pregunta me la he hecho a mí mismo docenas de veces, y me temo que no puedo culpar a nadie de lo que sucedió. Ni siquiera a mí mismo.
La grieta era muy pequeña. ¿Como una hormiga? No, mucho menor. Apenas del grosor de un cabello.
Y no me apartaré de la verdad, lo juro por las tres mil seiscientas divinidades, tanto las celestiales como las infernales.
Sonrío. Cuando escribo la tablilla, muchos somos capaces de recitar los nombres de las tres mil seiscientas divinidades. Y no sólo eso; también sabemos quiénes están casadas con quién, cuáles son hijas, cuáles hermanas, qué ciudad protegen, qué parte del universo gobiernan y con quién forman tríada. Pero la capacidad de recordar se enturbiará ahora que existe la escritura, y pronto la memoria perderá su importancia.
Me siento tentado de empezar, como cuando era niño: la tríada principal está formada por An, dios del cielo y padre de los dioses; por Enlil, señor del viento, que gobierna los destinos, y por Enki, señor de la sabiduría. La segunda tríada está compuesta por Sin, dios de la luna; por Utu, dios del sol y de la justicia, y por Innana, diosa del amor y de la guerra, que gobierna al planeta Venus. Y así, hasta completar las mil doscientas tríadas. Luego empezaría con las mil ochocientas parejas divinas: Innana está casada con Dummuzi, el dios de la agricultura, al que mató; su hermana Ereshkigal está casada con Nergal, dios celeste que cayó al infierno...
Pero ya basta, olvidemos a los dioses para hablar de la pequeña grieta del grosor de un cabello.