por JuanDeLezo » 04 Jun 2016, 09:14
Nota del autor
La historia del judío errante forma parte del acervo centenario de leyendas de los pueblos de Europa. Los nombres que se le han atribuido, los caminos que recorrió o incluso los testimonios de los que afirmaron haberlo conocido no coinciden. Sin embargo, el inicio de la tradición es siempre el mismo. Camino del Calvario, Jesús se detuvo ante su taller rogándole unos instantes de alivio y el judío se negó a concedérselos. El Nazareno le anunció apenado que tampoco él disfrutaría del reposo sino que debería esperarlo hasta que regresara al final de los tiempos.
Difícilmente puede negarse que los dos mil últimos años han resultado extraordinariamente importantes para el pueblo judío siquiera porque en ellos ha vivido la liquidación del sistema espiritual centrado en el Templo de Jerusalén, la existencia paralela de un extraordinario movimiento religioso que afirma seguir a un mesías judío al que su propio pueblo no ha aceptado en su mayoría, el intento de sobrevivir espiritualmente sobre la base del Talmud, la separación de sus raíces espirituales articulando en paralelo las más diversas visiones globalizadoras y el regreso a su solar patrio. Todo eso —y también más— constituye, precisamente, la peripecia del judío errante.
He intentado relatar esta trayectoria desde una perspectiva muy diferente de la tópica y manida a la que estamos acostumbrados. Por ejemplo, resulta habitual referirse al paso de los judíos por España señalando la Edad de Oro de Sefarad y la expulsión de 1492. Ambos polos de referencia son adecuados, pero han ensombrecido la historia real de los judíos en España. Por eso, me pareció mucho más interesante mostrar cómo las comunidades judías habían comenzado un proceso terrible de decadencia un siglo antes de la expulsión, cuando se desencadenaron los pogromos escalofriantes de 1393. Se trata de un episodio que no suele mencionarse quizá porque no puede descargarse su responsabilidad sobre los monarcas, como en el caso de 1492, sino que ésta estuvo estrechamente vinculada al pueblo llano que ya tenía un peso notable en la vida política de la nación. Con todo, su importancia no puede minimizarse.
Algo similar sucede con el caso de José Pichón. Todo lo descrito en las páginas precedentes en relación con este judío castellano resulta rigurosamente histórico, pero las mismas comunidades judías extirparon de sus registros el relato de un importante correligionario asesinado por los suyos a impulsos de las emociones más bajas. Lo referido, sin duda, recoge una visión muy diferente de las habituales, pero, a mi juicio, refleja de manera mucho más exacta y cabal lo que fue aquel período de la historia judía.
Ese intento de mostrar acontecimientos de extraordinaria relevancia, pero poco conocidos por el gran público se manifiesta en otras partes de la novela. Por ejemplo, hubiera sido muy sencillo relatar el período previo a la llegada de los nacionalsocialistas al poder y el Holocausto recurriendo a las referencias a la aniquilación de la República de Weimar, los guetos y a Auschwitz. Que éstas son importantes no puede ocultarse, pero recogen más la experiencia de los judíos de Europa oriental que la de todos los que vivieron en territorios ocupados por el III Reich. Por eso he optado por relatar la manera en que Hitler fue absorbiendo un antisemitismo racial y místico en la Viena llena de judíos brillantes y extraordinarios antes de la Primera Guerra Mundial y también por unir la descripción del Holocausto con la experiencia holandesa y la celebración de los tribunales de honor de posguerra contra judíos pertenecientes a los Judenrat. En ambos casos, debo decir una vez más que los datos son rigurosamente históricos. La homosexualidad de Hitler —que derivó hacia la prostitución al menos antes de 1914— ha quedado sólidamente documentada, entre otros, por Lotar Machtan, catedrático de historia contemporánea en Bremen. Por lo que se refiere a sus relaciones con la ariosofía, la dejé establecida también de manera indiscutible en Los incubadores de la serpiente (Madrid, 1997).
Ese intento de mostrar el otro lado de la historia judía queda de manifiesto en esta novela al abordar los inicios del sionismo o la manera en que fueron contemplados personajes llamados a convertirse, de manera un tanto acrítica y sectaria, en iconos contemporáneos. Figuras como las de Cromwell, Rabinowitz o Hechler son rigurosamente históricas y también lo son de manera extraordinariamente detallada los episodios relatados sobre ellos en esta novela. Cuestión aparte es que estos personajes hayan sido olvidados en los estrechos moldes de una historia más oficial del sionismo. Sin embargo, Cromwell es uno de los ejemplos de que hubo épocas en que los puritanos creían más en el regreso de los judíos a su solar patrio que los propios judíos; Rabinowitz es un paradigma de otro sionismo, en su caso vinculado, nada más y nada menos que a la figura de Jesús y Hechler tuvo un papel en la vida de Herzl —cuyas vicisitudes son también relatadas con enorme exactitud en las páginas precedentes— extraordinariamente importante.
Por lo que se refiere a personajes como Bar Kojba, Marx o Freud, he considerado lo más conveniente mostrarlos como fueron realmente y no como han sido retratados por sus hagiógrafos. De Bar Kojba hay que señalar que no pasó de ser un personaje incompetente que arrastró a su pueblo a la desgracia por causas ciertamente de justificación dudosa. Por supuesto, la mayoría de sus contemporáneos no lo vieron así empezando por algunos de los protagonistas del Talmud y es poco verosímil que el sionismo actual acepte ese veredicto que resulta difícil de refutar. Por su parte, Marx —cuyos malos hábitos, incluidos el de lanzar piedras a las farolas londinenses, el de vivir a costa de Engels o el de aprovecharse sexualmente de la criada, están más que atestiguados— sufrió un marcado antisemitismo que suele pasarse por alto, aunque explica buena parte de sus puntos de vista. Y así llegamos a Freud. Como he señalado en la novela, la mayoría de sus contemporáneos lo consideraron un simple charlatán por las razones que relato. Que una adecuada política de comunicación llevada a cabo por sus seguidores cambiara esa percepción no invalida lo dicho. Por cierto, la entrevista con Mahler es un hecho histórico cuyo conocimiento nos ha llegado a través de distintas fuentes. Sólo me he permitido especular sobre las razones por las que el genial compositor avanzó tanto en el psicoanálisis en el curso de unas horas. Por supuesto, no puedo asegurar que fuera así, pero tampoco me atrevería a descartarlo de una manera radical.
El papel de la religión en la historia de los judíos resulta verdaderamente esencial. A decir verdad, prácticamente hubo que esperar a finales del siglo XIX, para que ser judío comenzara a ser una categoría desvinculada de la fe religiosa y relacionada con una supuesta raza. Precisamente por ello, he tenido que hacer un hincapié especial en episodios de carácter religioso que pesaron enormemente en la historia judía. Ese es el caso de la extraordinaria catástrofe que significó la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d . C. El judaísmo evolucionó después en una dirección diferente y, en buena medida, inesperada, pero no puede pasarse por alto un episodio de enorme relevancia que acabó derivando en la redacción del Talmud y en su consagración como verdadera tabla de salvación de un pueblo que había perdido a manos de Roma el camino que Dios le había entregado para expiación de sus pecados.
Esa enorme relevancia del factor religioso la hallamos también en el caso de la vida de mesías como Bar Giora, Bar Kojba o Shabbatai Zvi. Para los no judíos, se trata, por regla general, de figuras desconocidas siquiera porque el mesías más conocido y el único cuyos seguidores se han perpetuado a lo largo de dos milenios es Jesús. Sin embargo, todos ellos tuvieron una enorme importancia en momentos concretos de la historia judía. Al respecto, los datos contenidos en esta novela están cuidadosamente contrastados aunque —debe reconocerse— resultan, en algunos casos, verdaderamente llamativos.
También resultan exactas las referencias al origen del Talmud, al surgimiento de la Cábala, y, especialmente, del libro del Zohar o a la aparición de los hasidim.
Finalmente, debo referirme a la manera en que es contemplado el Estado de Israel. En contra de lo que afirman determinadas visiones ideológicas y mediáticas no por repetidas menos tópicas y falsas, no existe una visión monolítica del Estado de Israel entre los judíos ni todos sienten hacia él lo mismo. Los hay que han encontrado en su seno un refugio después del Holocausto o, como en el caso de los falashas, con posterioridad. Otros lo contemplan como el cumplimiento de un programa político de carácter nacionalista que se inició en el siglo XIX. Pero tampoco faltan los que lo ven como el cumplimiento de un sueño de carácter trascendente que abarca multitud de tonos. En la medida de lo posible, he intentado referirme a todos esos matices. A fin de cuentas, El judío errante no es sino la historia del pueblo judío en los dos mil últimos años. Se trata, sin embargo, de una historia parcial y subjetiva, como corresponde siempre a los individuos, que ha discurrido por unos caminos y no por otros de la gran Historia judía. Lo que se narra en ella es verídico, pero carece de objetividad. Por lo que se refiere a la peripecia del judío, ¿quién puede saber si el personaje es real, si sólo se trata del relato de un loco o, simplemente, de un sueño?
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.