por JuanDeLezo » 22 Ene 2017, 08:50
Vamos con los cabezacubos germánicos y el descosido que le hicieron a Roma en Teutoburgo.
Casi todos los guerreros muertos habían sido recogidos por sus camaradas para recibir sepultura, sin embargo, los cuerpos de los legionarios yacían por todas partes, como la basura de una casa esparcida por un estercolero. A la mayoría de los soldados les habían arrebatado las armaduras y las armas, dejándolos con la humillación de abandonar este mundo vestidos con las túnicas o las prendas interiores. Boca abajo en la ciénaga, medio sumergidos en los charcos turbios, boca arriba mirando al cielo. Solos, en pares, en grupos, debajo de un caballo atravesado por lanzas, amontonados unos encima de otros como si fuesen un montón de juguetes desechados por un niño. Espalda contra espalda o en círculos, donde habían luchado y habían muerto juntos, o en hileras, sus vidas sesgadas, una a una, al huir. Un pobre desgraciado todavía estaba de rodillas. Varias estocadas de una framea le habían abierto el cuello y Arminio se preguntó si le habían puesto en esa postura después de muerto, para reírse de su cobardía.
Era habitual ver muchas cabezas aplastadas, porque para los germanos se evitaba así que el alma abandonase el cuerpo del difunto. A montones de legionarios les habían sacado los ojos y aún más habían sido decapitados para después clavar sus cabezas en los árboles como símbolos de la victoria y también como un aviso. Las mutilaciones no acababan ahí. Les habían arrancado las orejas a mordiscos. A algunos les faltaban las piernas o los pies, las manos e incluso los testículos. En varios lugares se habían erigido altares de piedra y allí habían quemado vivos a oficiales de alto rango. Todo lo que quedaba de sus cuerpos eran formas ennegrecidas y retorcidas. A Arminio la escena le provocó arcadas, aunque no lamentaba que hubiese pasado, como tampoco sentía que los legionarios hubiesen muerto de tantas otras maneras distintas, a cuál más brutal. Los innumerables cadáveres eran la prueba fehaciente de su sacrificio a Donar, la sangrienta encarnación de su juramento, dispuestos de forma tan clara que a nadie se le podría pasar por alto el propósito de su muerte. Esta era la recompensa de Roma por su agresiva política en la región durante el último cuarto de siglo: justicia divina impartida por las lanzas de sus guerreros.
«En la capital del imperio considerarán que aquí se ha cometido una atrocidad», pensó Arminio, pero así era como su pueblo, «su» pueblo, trataba la muerte de sus enemigos. Por mucho que las tradiciones de los romanos fueran distintas, ellos eran los invasores, los malhechores, no él y los hombres de las tribus.
Lo que ellos habían hecho, lo que él había hecho, era aniquilar a Varo y a sus lobos, a los despiadados ejecutores del mandato de Augusto. En días subsiguientes, de acuerdo con las órdenes de Arminio, miles de guerreros saquearían y quemarían todos los asentamientos al este del Rhenus, para limpiar la región de la influencia romana. Se preguntó la rapidez con la que la noticia del desastre inicial, su emboscada, llegaría al emperador. No tardaría mucho: en caso de urgencia, los mensajeros imperiales recorrían distancias increíbles en un día. «Tiembla en tu palacio, viejo —pensó—. He aniquilado tres legiones de un plumazo. Una décima parte de tu ejército. ¡Una décima parte!».
Quintili Vare, legiones redde!
(¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!)
Versión de Suetonio de la reacción
del emperador Augusto al recibir la noticia
de la suerte que corrió Varo.
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.