por JuanDeLezo » 25 Feb 2017, 08:32
El 21 de febrero de 1916, dieciocho meses después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, las fuerzas alemanas atacaron las posiciones francesas situadas al norte y noreste de Verdún, el antiguo bastión junto al río Mosa, en el este de Francia, inaugurando lo que el novelista y veterano de guerra Maurice Genevoix denominó «el símbolo bélico de toda la guerra de 1914-1918». La batalla de posiciones de diez meses de duración que llegó a ser conocida como «la batalla de Verdún» confirió grandeza al lugar y, aun antes de que hubiera concluido, la ciudad en ruinas y sus alrededores ya dejaban adivinar su fama póstuma. En tiempos de guerra, algunas ciudades transcienden su verdadera importancia estratégica, sea esta mayor o menor, y adquieren la condición de leyenda. Tanto Zaragoza en 1808 como Stalingrado en 1942-1943 envolvieron a sus defensores en el aura de salvadores de la nación. Así sucedió también en Verdún, un lugar en el que fallecieron tantos franceses y alemanes —un total de 300.000—, que el inmenso osario que se construyó allí al finalizar la guerra solo pudo albergar una fracción de sus destrozados y dispersos restos. Genevoix no tuvo necesidad de explicar qué había querido decir. Nadie deseaba romper el halo de consenso que rodeaba la martirizada ciudad.
A primera vista, la fama de Verdún entre los franceses parece irreprochable. Fue la más larga de todas las batallas libradas en la guerra, durando al menos hasta diciembre de 1916, cuando los franceses recuperaron la mayor parte del terreno que habían perdido en febrero. Y aun entonces, la lucha no cesó: la batalla era un reflejo de la interminable y monótona sangría que representaba la propia guerra. En segundo lugar, fue una batalla defensiva, una batalla que los franceses no habían iniciado, que parecía representar su posición en una guerra que tampoco habían empezado ellos. Y tercero, fue una batalla solitaria, librada por los franceses sin la ayuda de ningún aliado. Los británicos estaban preparando sus propias ofensivas en un sector distinto del Frente Occidental, los rusos y los italianos estaban combatiendo en frentes distantes, mientras que los estadounidenses no entraron en la guerra hasta meses después de que la batalla de Verdún hubiera terminado. Eso la distingue de la mayoría de las demás grandes batallas y encarnó otra realidad de la Primera Guerra Mundial: durante su desarrollo, los franceses perdieron muchos más hombres que sus aliados en el Frente Occidental, casi el doble que los británicos y doce veces más que los estadounidenses. Verdún, sin duda, supuso un hito emblemático en la experiencia francesa de la guerra.
Completamente integrada en la historia francesa, su propia fama la trasciende. «Verdún pasará a la historia como el matadero del mundo», escribió un conductor de ambulancia estadounidense al llegar allí en agosto de 1917, la última vez que los franceses reconquistaron las crestas de la Cota 304 y Le Mort-Homme. Sin embargo, una mirada más desapasionada hace que su celebridad resulte un poco sorprendente, incluso desde el punto de vista de los franceses. Verdún no fue una batalla decisiva, no fue como Waterloo, Sedán o Kursk, cada una de las cuales representa el momento en que uno de los bandos perdió la iniciativa para no recuperarla jamás. La batalla del Marne, anterior a Verdún, fue más decisiva y había salvado al país de forma más dramática: había frenado en seco a los ejércitos invasores alemanes e incluso los había hecho retroceder. Lo mismo sucedió con las contraofensivas de 1918, que fueron el germen de las doctrinas militares de posguerra francesas que vaticinaban una guerra larga y batallas metódicas —algo que Verdún nunca fue—. Para algunos de sus defensores, la importancia estratégica moderna del lugar era dudosa incluso durante los meses que estuvieron defendiéndolo.
Verdún no tuvo ningún impacto político drástico. No salvó ni supuso el fin de ningún régimen; no fue Bouvines en 1214, que fortaleció a un rey francés, Felipe II, llamado Augusto; ni Rossbach en 1757, que contribuyó a debilitar a otro monarca, Luis XV; ni Waterloo en 1815 ni Sedán en 1870, que destronaron a otros dos, a Napoleón primero y luego a su sobrino. Como régimen, la Tercera República se mantuvo prácticamente igual después de la batalla de Verdún. El primer ministro (o président du conseil, como se le denominaba entonces), Aristide Briand, siguió en su puesto, así como también el jefe de Estado, Raymond Poincaré. Es cierto que la batalla debilitó la posición del general Joseph Joffre, jefe de Estado Mayor, acusado por sus detractores en la Cámara de diputados de haber dejado Verdún mal defendida. Sin embargo, al final, la decepcionante ofensiva franco-británica en el Somme, en verano y otoño del mismo año, influyó más en el hundimiento de la carrera de Joffre que Verdún. La batalla de Verdún, por un breve periodo, hizo avanzar la carrera del general Robert Nivelle, que sucedió a Joffre, pero que permaneció al timón solo hasta su desastrosa ofensiva en el Chemin des Dames en la primavera de 1917. Desde el punto de vista político, la larga batalla fue intrascendente.
Febrero de 1916: durante todo el mes, la niebla, la lluvia la nieve habían cubierto los frentes de Champagne y Argonne. La noche del 19, un viento del este volvió a traer las estrellas y la luna y, por la mañana, cielos azules y despejados.
Al día siguiente, el lunes 21, la tierra comenzó a temblar. Al norte, en el Aisne, los soldados alcanzaron a oír desde sus trincheras un sordo rugido y sintieron retumbar el suelo con más fuerza que cuando habían atacado en Artois el año anterior. Esa noche observaron cómo el horizonte al sureste resplandecía con destellos multicolores. Al día siguiente se enteraron de que los alemanes estaban atacando Verdún, a casi 100 kilómetros de distancia. Más allá, en el lejano sur de la ciudad, el eco de un redoble distante, interrumpido por estallidos regulares, resonó en las montañas de los Vosgos. Más cerca, por encima de Bar-le-Duc, un conductor de ambulancia oyó unos ruidos siniestros, muy diferentes a cualquier sonido que hiciera la artillería francesa, y el granero donde durmió esa noche tembló como si estuviera siendo sometido a sacudidas sísmicas o a erupciones volcánicas.
Mil doscientos cañones alemanes habían empezado a disparar al unísono contra las posiciones francesas de Verdún y sus alrededores minutos después de las siete en punto de esa mañana, precedidos por descargas aisladas realizadas a lo largo de la noche. A las cuatro de la mañana, un enorme proyectil perdido, un proyectil de 380 mm con un peso de casi 800 kilos, había atravesado la oscuridad, derribando algunas piedras de la catedral y cayendo sobre el presbiterio. Era la última afrenta en el sacrilegio en serie que se producía en lugares de culto desde los primeros días de la guerra y el arcipreste decidió conservar la carcasa del proyectil en su jardín. A medida que avanzaba la mañana, el bombardeo se intensificó mientras los observadores alemanes estudiaban desde plataformas de observación cómo las fortificaciones de tierra y los puestos de mando franceses comenzaban a desaparecer de su vista en medio de nubes de humo y polvo. Los montones de proyectiles disminuían rápidamente, a la vez que crecían las pilas de casquillos humeantes. Un artillero experimentó un «verdadero placer», un goce rítmico: «Disparamos, disparamos, disparamos, sin parar ni un instante», cañonazo tras cañonazo, obús tras obús, hora tras hora mientras el sudor resbalaba por su rostro en el aire invernal. Hacia el mediodía, el estruendo se incrementó cuando los morteros empezaron a disparar desde las trincheras y, a las cuatro de la tarde, cuando comenzó el bombardeo más intenso, el Trommelfeuer, y las baterías se pusieron a disparar cada quince segundos, alcanzó un clímax creciente y brutal. Una hora más tarde calló. Los anales de la guerra nunca habían registrado algo similar. Un millón de proyectiles había caído solo en ese día, el primer día de la batalla de Verdún.
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.