por JuanDeLezo » 24 Abr 2015, 08:41
¿Qué harán los Oulhamr sin el fuego? ¿Cómo vivirán en la sabana y en el bosque, quién les defenderá contra las tinieblas y el viento del invierno? Tendrán que comer la carne cruda, y amargas las plantas; ya no podrán calentarse los miembros; la punta del venablo no se endurecerá. El león, la bestia de dientes desgarradores, el oso, el tigre y la gran hiena los devorarán vivos durante la noche. ¿Quién recuperará el fuego?
Conocían la dirección del sol y de la luna, el ciclo de tinieblas que seguía a la luz, la luz siguiendo a las tinieblas, la estación fría alternándose con la caliente; el camino de los riachuelos y de los ríos; el nacimiento, la vejez y la muerte de los hombres; la forma, los hábitos y la fuerza de innumerables animales; el crecimiento de los árboles y las hierbas, el arte de dar forma al venablo, el hacha, la maza, el raspador y el arpón, y de servirse de todo ello; el curso del viento y de las nubes; el capricho de la lluvia y la ferocidad del rayo. Finalmente, conocían el fuego —la más terrible y amable, al mismo tiempo, de las cosas vivas—, tan fuerte que podía destruir una sabana entera y un bosque completo con todos sus mamuts, rinocerontes, leones, tigres, osos, aurocs y uros.
La vida del fuego les había fascinado siempre. Lo mismo que los animales, le hacía falta una presa: se nutría de ramas, de hierbas secas; crecía; cada fuego nacía de otros fuegos; cada fuego podía morir. Pero su estatura es ilimitada y, por otra parte, se deja cortar sin fin; cada trozo puede vivir. Se reduce cuando se le quita el alimento; se hace pequeño como una abeja, como una mosca, y, sin embargo, puede renacer de una brizna de hierba, y volverse grande como un pantano. Es un animal y no lo es. No tiene patas ni cuerpo que se arrastre, pero va más rápido que los antílopes; no tiene alas y vuela en las nubes; no tiene boca y respira, gruñe, ruge; no tiene manos ni garras, pero se apodera de todo... Lo amaban, lo detestaban y lo temían. De niños, habían sufrido a veces su mordedura; sabían que no tiene preferencias por nadie —que puede devorar a aquellos que lo mantienen—, que es más solapado que la hiena, más feroz que la pantera. Pero su presencia es deliciosa; disipa la crueldad de las noches frías, es el reposo de las fatigas y vuelve temibles a los débiles hombres.
El fuego… Ahora ya, tan imprescindible como el agua. Como el agua de ese río que corría con fuerza a través de mil países de piedra, de hierbas y de árboles, bebiendo las fuentes, devorando los afluentes. Los glaciares se acumulaban para él en los pliegues de la montaña, las fuentes se filtraban hasta las cavernas, los torrentes hostigaban a los granitos, el gres o las calcáreas, las nubes vomitaban sus esponjas inmensas y ligeras, las capas se apresuraban sobre sus lechos de arcilla. Fresco, espumoso y rápido cuando era forzado por las orillas, en las tierras planas se agrandaba convirtiéndose en lagos, o destilaba pantanos; se bifurcaba alrededor de las islas; rugía en las cataratas, sollozaba en los rápidos. Lleno de vida, fecundaba la vida inagotable. Desde las regiones tibias a las frescas, desde los aluviones nutridos de fuerzas innumerables a los suelos pobres, surgían los pueblos pesados de los árboles: las hordas de higueras, olivos, pinos, terebintos, de encinas, las tribus de los sicomoros, los plátanos, los castaños, arces, hayas y robles, los rebaños de nogales, abetos, fresnos, abedules, las filas de álamos blancos, álamos negros, álamos grisáceos, álamos plateados, álamos temblones y los clanes de alisos, sauces blancos, sauces purpúreos, sauces glaucos y sauces llorones.
En su profundidad se agitaba la multitud muda de los moluscos, ocultos en sus moradas de cal y de nácar, los crustáceos de armaduras articuladas, los peces veloces a los que una flexión lanza a través del agua pesada, tan rápidos como la fragata o rabihorcado sobre las nubes, los peces débiles que chapotean lentamente en el fango, reptiles flexibles como los juncos, u opacos, rugosos y densos. Según las estaciones, los azares de la tempestad, los cataclismos o la guerra, se abaten las masas triangulares de las grullas, las grandes bandadas de ocas, las compañías de patos verdes, cercetas, negretas, chorlitos y garzas, las poblaciones de golondrinas, gaviotas y chorlitos; las avutardas, cigüeñas, cisnes, flamencos, zarapitos, rascones, los martín pescadores y la inagotable multitud de pájaros. Buitres, cuervos y cornejas disfrutan de las abundantes carroñas; las águilas vigilan desde la esquina de las nubes; los halcones planean sobre sus alas cortantes; los gavilanes o cernícalos huyen por encima de las altas cimas; los milanos, furtivos, imprevistos y cobardes, y el gran duque, la lechuza y el mochuelo traspasan las tinieblas sobre sus alas silenciosas.
Sin embargo, también se distinguía algún hipopótamo oscilante como un tronco de arce, las martas se deslizaban solapadamente entre los mimbres, las ratas de agua con cráneo de conejo, mientras acudían las manadas miedosas de élafos, ciervos, corzos y megaceros, y las ligeras tropas de las saigas, onagros, hemiones y caballos, los abultados ejércitos de los mamuts, los uros y los aurocs. Un rinoceronte sumergía su opaca coraza en una ensenada; un jabalí maltrataba los viejos sauces; el oso de las cavernas, pacífico y formidable, avanzaba con su masa oscura; el lince, la pantera, el leopardo, el oso gris, el tigre, el león amarillo y el león negro se emboscaban hambrientos o mordían la presa cálida; su olor denunciaba al zorro, al chacal y a la hiena; las manadas de lobos y de perros desplegaban contra los animales débiles, heridos o agotados por la fatiga, su cautela y su paciencia. Por todas partes pululaba una menuda población de liebres, conejos, ratones de campo, campañoles, comadrejas y lirones... de sapos, ranas, lagartos, víboras y culebras... de gusanos, larvas y orugas... de saltamontes, hormigas, cárabos... de gorgojos, libélulas y nemoceros... de moscardones y avispas, abejas, de zánganos y de moscas... de vanesas, esfinges, piérides, luciérnagas, grillos, de abejorros, de cucarachas...
El río arrastraba juntos los árboles podridos las arenas y las arcillas finas, los cadáveres, las hojas, las ramas y raíces.
Naoh amaba las olas formidables. Las veía descender en su fiebre de otoño en un éxodo inagotable. Chocaban con las islas y recluían en la orilla, en furiosas caídas de espuma, largas masas planas y casi lacustres, torbellinos de esquisto o de malaquita, hojas de nácar y remolinos de humo, despliegues espumosos, largos rumores de juventud, de energía y de exaltación.
Lo mismo que el fuego, el agua le parecía al Oulhamr un ser innumerable; lo mismo que el fuego decrecía, aumentaba, surgía de lo invisible, se precipitaba a través del espacio, devoraba animales y hombres; caía del cielo y llenaba la tierra, infatigable, utilizaba las rocas, arrastraba las piedras, la arena y la arcilla; ninguna planta ni animal podía vivir sin ella; silbaba, clamaba, rugía; cantaba, reía y sollozaba; pasaba por donde no pasaría ni el insecto más diminuto; se la oía bajo la tierra; era muy pequeña en su fuente; crecía en el arroyo; el pequeño río era más fuerte que los mamuts; y el río tan grande como el bosque. El agua dormía en el pantano, reposaba en el lago y avanzaba veloz en el río; se precipitaba en el torrente; daba saltos de tigre o de musmón en el rápido.
Y ahora decidme: ¿quién no se ha hipnotizado junto a un fuego de campamento, viendo los movimientos caprichosos de las llamas, bien calentito, y escuchando de fondo el murmullo de un río que discurre cerca?
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.