por JuanDeLezo » 10 Jul 2016, 10:30
Ya sabemos que los españoles somos únicos exagerando en autocriticarnos y la autocrítica está bien. Es el exceso de autocrítica lo que nos define y atormenta. Si los ingleses, yanquis, franceses, alemanes, rusos, chinos, japoneses, etc., se autocriticaran como nosotros se talaría la mitad de árboles que aún quedan en el planeta para hacer libros. Otra cosa es que sus gentes los compren…
Pero como digo, la autocrítica histórica está bien para enseñarnos a no cometer errores a base de estudiar Historia como la Historia debe ser estudiada. Y divertirnos al mismo tiempo, ¿por qué no?
Y hablando de Historia, y después del prólogo de Paul Preston en el libro, tenemos la introducción de Juan Carlos Losada de la cual os pongo un extracto al que me suscribo con toda el alma:
Sobre el sentido de la historia y la maldad
La historia no sirve para nada. Absolutamente para nada. No es una ciencia exacta en modo alguno, por mucho que innumerables pedantes sigan hablando de eso de las ciencias sociales, que ni ellos saben lo que quiere decir. Tampoco es nada práctico. No sirve para hacer dinero, ni para ser famoso, ni para alcanzar fama o poder y menos para ligar. Ni sirve para vaticinar el futuro, ni para arreglar ningún problema concreto y apremiante que tenga hoy en día la humanidad. Muchas veces, demasiadas, es simplemente ideología, propaganda, mentiras al servicio de la política... Muchos presuntos historiadores se han aprovechado para, haciendo el relato que gustaba a los políticos de turno, acceder a chollos políticos, cargos, premios, etc. Tenemos historiadores políticos, tertulianos, articulistas de prensa, pero que hace tiempo, mucho tiempo, dejaron de investigar, reflexionar y publicar sobre historia y se dedican a la mera propaganda para mantener el cargo, la cátedra o plaza universitaria correspondiente (a la que muchos han llegado con el único mérito de ser los correveidiles de los cátedros de turno) sin dar un palo al agua. Solo investigan, y desde un punto de vista muy concreto, para que sus «hallazgos» les demuestren lo que pretendían buscar de antemano, dándoles la razón en sus ridículos planteamientos previos. Pero son deshonestos, son grandes traidores a la historia, que viven de la fama de alguna investigación o publicación que hicieron hace veinte, treinta e incluso cuarenta años (o a veces ni eso), pero que nada han vuelto a hacer. Muchos son antiguos apóstoles del materialismo histórico y de Marta Harnecker, y hoy de los nacionalismos de todo signo, en busca de nuevas religiones a las que adorar, como la de las banderas o el deporte, con sus respectivos dioses, santos y apóstoles. Otros son simples pelotas del poder y de la ideología del partido que les paga. Todos ellos han renunciado a la búsqueda de la objetividad y han optado, sin escrúpulos, por construir una historia que les dé la razón, a ellos y a sus patrocinadores, en las previas opciones políticas por las que han optado. Como si la historia fuera un chicle.
Pero a los que no hemos sacado partido de la historia (nunca mejor dicho) se nos vienen muchas dudas a la mente. Porque somos muchos los que amamos la historia y que hacemos historia anónimamente. Lo hacemos, no desde grandes tribunas, ni viajando a grandes congresos, lo hacemos día a día, cuando salimos del instituto en que damos clase (muchos no hemos podido ni acceder a la universidad por el perverso sistema endogámico de selección), o arrancando tiempo al fin de semana. Y no podemos evitar preguntarnos por su utilidad cuando nos dedicamos a ella indagando en el pasado. Parece que es una cosa de raros, pero ¿acaso es tan inútil como dedicarse a la colección de sellos, de ositos de peluche o a estar todo el día viendo partidos de fútbol y memorizando alineaciones de equipos? Por supuesto que no.
Estudiar historia, acercarse al pasado tratando de saber lo que ocurrió en verdad, es acercarse a las personas, aspirar a conocer la condición humana. Pero cuando vas descubriendo ese pasado, un escalofrío te recorre el espinazo. La maldad surge por todas partes y en todas las épocas, dejando claro el error de Rousseau cuando afirmaba que los hombres son buenos por naturaleza. Millones de muertos y atroces sufrimientos nos hemos causado los seres humanos. Obviamente, más responsabilidad ha tenido quien más poder ha detentado. Si un rey absoluto o un guerrero con todo el poder se levantaba un día de mal humor, podían correr ríos de sangre... y al revés. Ahí entra en juego el maldito (o afortunado) azar en la historia, demasiado importante, ignorado por muchos, pero real y sempiterno como la vida misma. Un ser humano anónimo, anodino, tal vez solo podía hacer el mal a su familia, a sus compañeros... aunque si estaba en el lugar y momento oportuno y tenía ciertas habilidades, podía devenir en un Hitler, o un Stalin, o un Franco, o un Pol-Pot. La maldad nace en el ser humano, y también se hace. El resultado es que la historia de la humanidad es una cadena de horrores y de maldades, donde se demuestra que la vida no valía nada y hoy, en muchos sitios, sigue sin valerlo.
Estudiar historia es estudiar la condición humana. Es ver los errores cometidos, la maldad (y la bondad) que hay dentro de nosotros como género humano, y nos da la oportunidad de pensar y reflexionar para no volver a repetir todos esos pecados que nos han llenado de sangre y crueldad. Saber historia es aprender a conocernos mejor y tratar de mejorarnos poco a poco; luchar para que, en un futuro muy lejano (demasiado lejano, nos tememos), la raza humana deje de matarse y nos unan vínculos de solidaridad y amor. Hacer historia es, por tanto, hacer autocrítica como miembros de la raza humana. Es tratar de vivir, de dejar nuestra huella en esta vida, haciendo reflexionar a la sociedad sobre lo miserables que somos, y lo buenos que podemos llegar a ser. Hacer historia es un imperativo moral, es ajustar cuentas con nuestro pasado. Hacer historia es luchar por reconciliar a la humanidad consigo misma. Hacer historia es acrecentar la empatía, la compasión y la solidaridad que los seres humanos hemos de sentir entre nosotros. Hacer historia puede servir para hacer algo menos mala a la humanidad. Hacer historia de la maldad, de los malos, supone ante todo recordar a los millones de víctimas inocentes que sufrieron dolor y muerte por sus manos. Sensibilizarnos ante su sufrimiento y transmitirlo a todos los que nos quieran leer u oír, y de esta manera contribuir a que su recuerdo sirva para frenar, aunque solo sea un ápice, las tropelías que se siguen cometiendo contra el género humano.
Para eso sirve la historia, para nada más ni para nada menos.
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.