Beevor, Antony - Berlín. La caída, 1945

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Beevor, Antony - Berlín. La caída, 1945

Notapor JuanDeLezo » 23 Jul 2017, 07:50

Berlín. La caída, 1945

Beevor, Antony
Título: Berlín. La caída, 1945
Autor: Beevor, Antony
ISBN: 9788498923193
Año de publicación: 2007
Primera edición: 2002
Título original: Berlin. The downfall, 1945
Colección: Memoria crítica
Recomendado por: JuanDeLezo

Antony Beevor reconstruye en este libro la última gran batalla europea de la segunda guerra mundial y la estremecedora agonía del Tercer Reich.
Con rigurosas técnicas documentales semejantes a las empleadas en Stalingrado pero con mayor aliento épico y más densidad política, Beevor combina como nadie un extraordinario talento de militar e historiador con unas dotes narrativas fuera de lo común para describir tanto la complejidad de las grandes operaciones militares y la lógica de las decisiones de sus mandos como los sentimientos de la gente común atrapada en un torbellino de fuego y metralla: la desesperación de Hitler, los deseos de venganza de Stalin, la impotencia de Guderian o la astucia de Zhukov, pero también la paradójica inocencia de unos niños jugando a la guerra con espadas de madera en mitad de sus casas destruidas por las bombas o el asco y el resentimiento de las mujeres brutalmente violadas por soldados soviéticos al tiempo que fanáticos de las SS ejecutan a cualquiera que se atreva a ondear una bandera blanca…
'Berlín se parece -ha escrito Michael Burleigh- al gran poema épico de Alexander Solzhenitsyn Noches prusianas, sólo que apoyado en impresionantes fuentes documentales. Es una obra maestra de la historia moderna'.

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Re: Beevor, Antony - Berlín. La caída, 1945

Notapor JuanDeLezo » 23 Jul 2017, 07:51

Prefacio

«La historia siempre concede una mayor importancia a los acontecimientos terminales», declaró desconsolado Albert Speer a sus interrogadores estadounidenses recién acabada la guerra. Abominaba la sola idea de que los últimos logros del régimen de Hitler se ensombrecieran a causa de su derrumbamiento final. Con todo, Speer, al igual que otros nazis prominentes, se negó a reconocer que pocas cosas revelan más sobre los dirigentes políticos y sus sistemas que el modo en que se vienen abajo. Y ésta es precisamente la razón por la que la derrota final del nacionalsocialismo resulta tan fascinante, al tiempo que de tanta relevancia en un momento en que los adolescentes, sobre todo los alemanes, parecen estar encontrando tantas cosas que admirar en el Tercer Reich.
Los enemigos del régimen nazi habían vislumbrado por vez primera su venganza apenas dos años antes. El 1 de febrero de 1943, un iracundo coronel soviético detuvo a un grupo de escuálidos prisioneros alemanes entre los escombros de Stalingrado. «¡Así va a acabar Berlín!», exclamó mientras señalaba los edificios en ruinas que lo rodeaban. Cuando leí estas palabras hace ahora unos seis años, me di cuenta de inmediato de cuál sería mi próximo libro. En las pintadas que se han conservado en los muros del Reichstag berlinés aún puede observarse cierto paralelismo entre las dos ciudades, conquistadas por unos rusos que, alborozados por su venganza, obligaron al invasor a replegarse desde el extremo más lejano de su avance oriental hasta el mismo corazón del Reich.
Hitler también estaba obsesionado con esta derrota decisiva. En noviembre de 1944, cuando el Ejército Rojo se agrupaba tras las fronteras orientales del Reich, recordó lo sucedido en Stalingrado. Los reveses sufridos por Alemania habían comenzado, según observó en un discurso de gran relevancia, «con el avance de los ejércitos rusos en el frente rumano sobre el Don en noviembre de 1942». Culpó de ello a sus desventurados aliados, faltos de armamento e ignorados en los vulnerables flancos de ambos lados de la ciudad, en lugar de achacarlo a su propia obstinación por hacer caso omiso de las advertencias de peligro. Hitler no había aprendido ni olvidado nada.
Este mismo discurso puso de relieve con terrible claridad la distorsionada lógica en que se había dejado atrapar el pueblo alemán. Se publicó bajo el título de «Capitular significa ser aniquilados». En él advertía que si ganaban los bolcheviques, la nación alemana estaba abocada a la destrucción, la violación y la esclavitud, a formar en «inmensas columnas de hombres que se abren paso hacia la tundra siberiana».
Hitler se negó vehemente a reconocer las consecuencias de sus propias acciones, y el pueblo alemán se dio cuenta demasiado tarde de que se hallaba atrapado en una horrible confusión de causas y efectos. En lugar de eliminar al bolchevismo, tal como había proclamado, su dirigente había logrado llevarlo al mismo corazón de Europa. Su invasión de Rusia, tan abominable como cruel, había sido llevada a cabo por una generación de jóvenes alemanes destetados por una combinación inteligente y demoníaca. La propaganda de Goebbels no se limitó a deshumanizar a los judíos, a los comisarios soviéticos y al pueblo eslavo en general, sino que logró que los alemanes los temiesen y los odiasen. Merced a estos crímenes de dimensiones ciclópeas, Hitler había conseguido maniatar la nación a su causa, y la cada vez más cercana violencia del Ejército Rojo constituía la realización más completa de su profecía de dirigente.
Stalin, bien que no descartaba el uso de símbolos cuando le convenía, se mostró mucho más calculador. La capital del Reich suponía, en verdad, la «culminación de todas las operaciones de nuestro ejército durante esta guerra»; pero el dirigente soviético tenía otros intereses. Entre éstos destacaba el plan, elaborado durante el ejercicio de Lavrenty Beria en cuanto ministro de Seguridad Estatal, de despojar los laboratorios de investigación atómica berlineses de todo su instrumental y su uranio antes de la llegada de los estadounidenses y los británicos. El Kremlin estaba bien informado de los avances del Proyecto Manhattan, que se estaba desarrollando en Los Alamos, por mediación del doctor Klaus Fuchs, espía allegado al régimen comunista. Los científicos soviéticos se hallaban muy rezagados en este sentido, y Stalin y Beria estaban convencidos de que si eran capaces de hacerse con los laboratorios y los investigadores de Berlín antes de que llegasen los Aliados occidentales, podrían elaborar una bomba atómica semejante a la de los estadounidenses.
La magnitud de la tragedia humana cuando la guerra tocaba a su fin escapa a la imaginación de todo el que no la viviese en persona, y más aún a la de los que han crecido en la sociedad desmilitarizada de la era que siguió a la guerra fría. Con todo, este momento decisivo para millones de personas tiene aún mucho que enseñarnos. Una de las lecciones más importantes que debemos extraer de él es que se debe desconfiar al máximo de cualquier generalización relativa a la conducta del ser racional. Los extremos del sufrimiento e incluso la degradación humana pueden hacer surgir lo mejor y también lo peor de la naturaleza del hombre. El comportamiento de éste refleja en gran medida el carácter por completo impredecible de la vida o la muerte. Muchas tropas soviéticas, sobre todo las situadas en primera línea de combate, a diferencia de las que se hallaban más retiradas, mostraron con frecuencia una gran amabilidad hacia los civiles alemanes. En un mundo de horror y crueldad en el que la ideología había destruido casi por completo cualquier concepto de humanidad, un puñado de actos de una bondad y un sacrificio a menudo inesperados iluminaron lo que, de otra manera, se habría convertido en una historia rayana en lo insoportable.
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