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Himes, Chester B. - Sepulturero Jones y Ataúd Johnson 4 - El gran sueño de oro

NotaPublicado: 20 Nov 2016, 11:18
por JuanDeLezo
(AUDIO)


Saga: Sepulturero Jones y Ataúd Johnson - 4
Título: El gran sueño de oro
Autor: Himes, Chester B.
UUID: e3689c12-4fd1-419c-be16-6d5662b25337
Año de publicación: 1981
Primera edición: 1960
Título original: The Big Gold Dream
Colección: Libro amigo, 785
Tamaño: 29740Kb.
Recomendado por: JuanDeLezo
El cuerpo de una mujer yace en el suelo, grotescamente inmóvil. Es el fin. Sin embargo, para los policías negros Ataúd Johnson y Sepulturero Jones este asesinato no es más que el comienzo de una de sus más peligrosas aventuras. Un sueño por valor de 36.000 dólares en billetes flamantes. El error de aquella mujer fue intentar mantenerlo en secreto: una cifra semejante es mucho dinero en Harlem; suena demasiado, ya que pronto o tarde algún estafador, camello o novato, procurará localizarlo. Pero la muerte acecha a cada intentona. No tardará en desencadenarse una caza impecable. El olor de la codicia se espesa en el aire bochornoso. Y el homicidio, fatalmente, se extiende como una epidemia.



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Re: Himes, Chester B. - Sepulturero Jones y Ataúd Johnson 4 - El gran sueño de oro

NotaPublicado: 20 Nov 2016, 11:18
por JuanDeLezo
—¡La fe es una roca! ¡Es como un sueño de oro macizo!
La voz del Dulce Profeta Brown manaba de los altavoces de una camioneta y reverberaba en las ruinosas fachadas de ladrillo de las casas de vecindad a ambos lados de la calle Ciento Diecisiete.
—¡Amén! —dijo fervientemente Alberta Wright.
A través del blanco y resplandeciente mar de fieles arrodillados, sus grandes ojos castaños, vacunos, miraron el exaltado rostro negro del Dulce Profeta. Sentíase como si él le hablara personalmente, aunque era apenas una entre los seiscientos conversos vestidos de blanco que estaban de rodillas sobre el ardiente asfalto bajo el sol del mediodía.
—Todas las iglesias del mundo están edificadas sobre este sueño —continuó líricamente el Dulce Profeta.
Un quejumbroso fervor pasaba como una brisa fresca por encima de las figuras hincadas. Conversos y espectadores estaban cautivados, con absoluta gravedad, como bajo un hechizo.
Las aceras estaban colmadas de gente negra, trigueña y amarilla, desde la Séptima Avenida hasta la Avenida Lenox. Apelotonados en las ventanas de las casas, apoyados contra las farolas, atascaban los malolientes portales y se subían sobre los cubos de basura para ver la actuación de ese hombre fabuloso.
El trono del Dulce Profeta estaba rodeado de policías de a pie con las camisas húmedas, pegadas, y policías montados en caballos cubiertos de espuma, que contenían a la muchedumbre. Un cordón policial cortaba los dos extremos de la calle. El Dulce Profeta estaba sentado en un trono de rosas rojas sobre una tarima cargada de flores y hablaba ante el micrófono conectado al coche de los altavoces situado más atrás. Por encima de su cabeza había una sombrilla de oropel a modo de halo, y a sus pies un círculo de niñitas negras vestidas de ángeles.
Echó atrás la cabeza y dijo con una voz de indudable sinceridad:
—La fe es tan poderosa que puede convertir en oro reluciente este sucio suelo negro.