por JuanDeLezo » 08 Dic 2016, 11:20
En las campañas cubiertas por las doce primeras entregas de estos diarios autobiográficos (Afganistán, la Primera Guerra Sij, Crimea, el Motín de la India, la expedición de Brooke contra los piratas de Borneo, la marcha a Pekín, la derrota de Custer en Little Big Horn...), sir Harry Flashman, Cruz Victoria, etcétera, el renombrado héroe y cobarde Victoriano, siempre se encontraba en pleno corazón de la acción o muy cerca, testigo a su pesar, a menudo cínico, de personas y acontecimientos, e incómodamente consciente de la historia que se desarrollaba ante sus ojos.
No ocurrió lo mismo en la Guerra de Abisinia en 1868, sin duda la más extraña de todas las campañas imperiales. El ejército británico-indio invadió entonces uno de los países menos conocidos y más peligrosos de la tierra, y frente a unos riesgos aparentemente insuperables y las predicciones de un fracaso seguro, consiguieron penetrar y abrirse paso hasta su objetivo a través de un territorio salvaje y sin caminos, lleno de abismos rocosos y montañas escarpadas, hicieron lo que tenían que hacer y se fueron de nuevo sin sufrir apenas bajas. Quizá no hubo nunca éxito semejante en toda la historia de la guerra. Costó doce mil hombres, una flota potente, nueve millones de libras (por aquel entonces, una suma vertiginosa), una organización meticulosa, aunque algo extravagante, y un notable y viejo soldado... y todo ello para rescatar a un pequeño grupo de ciudadanos británicos a los que mantenía cautivos un rey africano monstruosamente loco. «¡Qué tiempos aquellos!», citando a Flashman.
Pero si bien no desempeñó papel alguno en la campaña en sí, Flashman siguió siendo en este caso un elemento vital del cual dependía el éxito o el fracaso. La misión de inteligencia que llevó a cabo le hizo correr una serie de espantosos peligros (algunos de ellos nuevos para él) en una tierra misteriosa y desgarrada por la guerra, llena de traiciones, intrigas, castillos solitarios, ciudades fantasmas, las mujeres más bellas (y salvajes) de África y acabar por fin en manos de un tirano demente en su fortaleza, lejos del mundo conocido. De todo ello deja constancia con su acostumbrada sinceridad y desvergüenza, y, gracias a la luz que arroja sobre un capítulo único de la historia imperial, nos invita a realizar una comparación con días posteriores, menos gloriosos.
Porque la historia de Flashman trata de un ejército británico enviado por una causa buena y noble, por un gobierno que sabía lo que era el honor. No fue enviado sin desvaríos iniciales ni dudas en los más altos niveles, y no se hizo hasta que desapareció cualquier esperanza de una solución pacífica. El estigma del desastre planeaba sobre la empresa, pero el público británico no tenía duda de que era justa. No servía a vanidad ni interés político alguno. Se realizó sin retórica mesiánica. No hubo falsas excusas, ni engaños, ni maniobras de encubrimiento, ni mentiras: sólo la decisión honrada de llevar a cabo la primera obligación de un gobierno, es decir, proteger a sus ciudadanos, al precio que sea. Citando a Flashman de nuevo, «¡Qué tiempos aquellos!».
Como en los diarios anteriores, yo me he limitado a corregir la ortografía, que en este caso suponía la unificación de las extravagantes versiones de los nombres abisinios.
G. M. F.
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.