Salamina Negrete, Javier |
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Título: Salamina Autor: Negrete, Javier UUID: 9788467026672 Primera edición: 2008 Recomendado por: JuanDeLezo |
Siglo V a.C. La joven democracia ateniense se enfrenta a un terrible desafío. El gigantesco Imperio Persa pretende destruir Atenas y conquistar Grecia. En ese momento decisivo aparecerá un hombre, un genio, un visionario: Temístocles. Él será el hilo conductor de esta deslumbrante novela que, cimentada en la historia, tiene el aliento de la tragedia y la fuerza de la épica. Desde la carga suicida de los atenienses en Maratón a la batalla de las Termópilas, pasando por la fabulosa ciudad de Babilonia, todos los hilos de la rama desembocan así en la jugada maestra de Temístocles: Salamina, la mayor batalla naval de la Antigüedad y el lugar donde se dirimió el futuro de nuestra civilización. Javier Negrete recrea este momento irrepetible con un ritmo magistral y dota de vida a un elenco inolvidable de personajes, entre los que destaca Artemisia, reina de Halicarnaso, griega de nacimiento, aliada de los persas y cuyo corazón se convierte también en un campo de batalla inesperado. |
...Cuando salió el sol, Jerjes seguía sentado en su trono. Había pasado allí toda la noche, sin moverse. Sobre su cabeza el toldo flameaba movido por la brisa, y tras él, con gesto somnoliento, aguantaban a pie firme su toallero, el portador del abanico y también el de las armas. No había nadie más. Los lanceros de su guardia habían formado un perímetro alrededor de él y no dejaban que nadie se acercara.
Condujeron a Artemisia a su presencia poco después del amanecer. Se presentó convencida de que la iban a decapitar por lo acaecido la víspera. Pero al descubrir que Jerjes sólo los había convocado a Mardonio y a ella se tranquilizó un poco. El Gran Rey nunca juzgaba en tal intimidad.
Artemisia imaginaba por qué el rey seguía allí sentado, mirando a las aguas donde lo habían vencido. Los trirremes griegos navegaban a sus anchas por todo el estrecho, no hasta el centro como en días anteriores, sino incluso hasta la Farmacusa Menor y el terraplén. Desde sus cubiertas insultaban a los soldados persas de la orilla, que les disparaban flechas sin demasiada convicción. El desánimo había calado incluso en los ánimos de los guerreros de la Spada que no habían llegado a participar en la batalla.
Pero Artemisia estaba convencida de que lo que Jerjes veía no era lo mismo que estaban contemplando los demás. Por su expresión, sus ojos parecían haberse quedado congelados en el día de ayer, cuando aquellas angostas aguas se habían convertido en un hervidero en el que llegaron a enfrentarse a la vez más de setecientos barcos. Sin duda estaba rememorando una y otra vez el momento en que comprendió que Temístocles lo había engañado, que había jugado con ellos y con sus agentes para atraerlos a aquella ratonera...
Cuenta Heródoto que el premio al valor por ciudades se lo llevaron los eginetas, mientras que el individual, aunque con envidia y a regañadientes, se lo concedieron todos a Temístocles. Tras retirarse al Istmo y votar desde el altar al general más valeroso, cada uno se eligió en primer lugar a sí mismo y en segundo a Temístocles.
Los lacedemonios, por su parte, lo condujeron a Esparta. Y si bien allí el premio del valor se lo concedieron a Euribíades, a él le otorgaron una corona de olivo en reconocimiento de su sabiduría, le regalaron el mejor carro de la ciudad e hicieron que trescientos jóvenes lo escoltaran hasta la frontera.
Se cuenta también que en las siguientes Olimpiadas, al presentarse Temístocles en el estadio, los espectadores se desentendieron de los deportistas y no dejaron de mirarlo en todo el día mientras entre aplausos de admiración se lo señalaban a los extranjeros y les decían quién era.
Al oírlos, Temístocles confesó complacido a sus amigos:
—En este día he recogido el fruto de mis esfuerzos por Grecia.
Plutarco, Vida de Temístocles, XVII